En una noche oscura de enero de 1899, Ponce estuvo al borde de la destrucción. Un incendio inesperado amenazó con hacer explotar el polvorín militar, poniendo en peligro a toda la ciudad. Sin embargo, un grupo de valientes bomberos y un ciudadano común decidieron desafiar el peligro y salvar a su pueblo. A través de un viaje en el tiempo, Paco, Frances y Gabriel serán testigos del heroísmo que definió una era.
El aire vibró con una energía extraña cuando Paco, Frances y Gabriel sintieron el suelo desaparecer bajo sus pies. El vórtice se abrió en un estallido de luz dorada y azul, distorsionando los sonidos y colores que los rodeaban. Era el mismo portal que los había llevado a la celebración de la autonomía en Ponce, pero ahora los transportaba a la Hacienda Buena Vista, en 1898.
La luz del sol ya comenzaba a teñirse de tonos dorados cuando la brisa cálida les dio la bienvenida a la hacienda. La actividad en los campos aún era intensa; los trabajadores recogían los últimos frutos del día mientras los granos de café y cacao eran transportados a los almacenes. El sonido de las herramientas y el murmullo de los agricultores llenaban el aire con la rutina de un día de trabajo.
Los niños siguieron a don Arcadio hacia una construcción de madera con techo de tejas, donde el aroma de la comida tradicional flotaba en el aire. Un pequeño restaurante dentro de la hacienda ofrecía platos preparados con los ingredientes que allí mismo se cultivaban.
—Antes de seguir con la lección, probaremos algo de la comida que mantiene en pie a quienes trabajan estas tierras —dijo don Arcadio, tomando asiento en una mesa rústica.
Los niños lo imitaron mientras un mesero les traía una jarra de jugo fresco y servía porciones de viandas con carne guisada. El pan artesanal, hecho con trigo de la isla, se colocó en el centro. Para don Arcadio, una taza de café fuerte, negro y aromático, el resultado del trabajo de aquellos que dedicaban sus vidas al cultivo de la tierra.
Frances tomó un pedazo de pan y miró a don Arcadio con curiosidad.
—Cada cosa que comemos viene fresca de aquí, ¿verdad?
Él asintió, tomando su taza de café con calma.
—Nada de lo que ves llega por accidente. Los campesinos trabajan de sol a sol para asegurarse de que cada producto tenga la calidad que distingue a Puerto Rico en el mundo.
Mientras los niños comían, el sol descendía lentamente sobre los campos. Pronto, el día terminaría y, con él, algo más cambiaría en Ponce.
Don Arcadio miró su reloj de bolsillo una vez más y dejó su taza de café sobre la mesa.
—Deberíamos marcharnos. En tan solo una hora, ocurrirá un evento que forma parte de la lección que les tengo.
Los niños terminaron sus platos rápidamente y se pusieron de pie, listos para seguirlo. Afuera, la luz del sol se desvanecía poco a poco, tiñendo los campos de tonos anaranjados y rojizos. Mientras caminaban por los senderos de la hacienda, el ambiente estaba lleno de actividad, aunque ya era tarde. Campesinos regresaban de su jornada, algunos llevando herramientas al hombro, otros guiando mulas cargadas con sacos de café. Los últimos rayos del día iluminaban los rostros cansados, pero satisfechos, de quienes habían trabajado desde temprano.
Paco observó a un grupo de trabajadores que compartían un poco de agua y conversaban en voz baja.
—¿Todos trabajan así de duro aquí?
Don Arcadio asintió, observando a su alrededor.
—La tierra no da frutos sin esfuerzo. Cada familia depende de su trabajo para vivir y aquí nadie espera que otro lo haga por ellos.
Frances miró a Gabriel con sorpresa.
—Nadie parece ser vago ni mantenido.
Gabriel asintió, pensativo.
—Es increíble. Todo el mundo aporta algo. Es un gran pueblo.
El camino hacia la salida de la hacienda los llevó por un pequeño puente de piedra, donde podían ver un grupo de jornaleros terminando de descargar los últimos sacos de café en un depósito. En la distancia, la casa principal de la Hacienda Buena Vista se desvanecía contra el cielo oscuro, sus ventanas reflejando los últimos destellos de la tarde.
Don Arcadio caminó con paso tranquilo, pero con la mirada fija en su reloj. La hora del evento se acercaba. Sin embargo, antes de que los niños fueran testigos de lo que estaba por venir, aún había algo más que debían ver.
—¿Recuerdan que acordamos regresar al Parque de Bombas para contarles sobre sus héroes? —dijo don Arcadio, guardando su reloj de bolsillo—. Hoy es el día en que el heroísmo ponceño se luce.
El grupo continuó su camino adentrándose en las calles iluminadas por los últimos rayos del atardecer. Al llegar al Parque de Bombas, el sonido de las campanas resonó en el aire, su llamado urgente anunciando el peligro. La estructura, con sus colores vibrantes, contrastaba con el cielo oscuro.
Don Arcadio señaló a la distancia.
—El fuego ha comenzado en el Parque de Artillería del Ejército de Estados Unidos. Allí se almacenan grandes cantidades de pólvora y municiones. Si las llamas llegan a los depósitos, la explosión podría destruir gran parte de la ciudad.
Los niños observaron cómo los bomberos llegaban al lugar con rapidez, pero fueron detenidos por un oficial militar.
—¡Retírense! Es demasiado peligroso —ordenó—. No podemos arriesgar más vidas.
Pero siete bomberos y un ciudadano civil no obedecieron. Rafael Rivera Esbrí, junto con Cayetano Casals, Pedro Sabater, Juan Romero, Gregorio Rivera, Rafael del Valle, Tomás Rivera y Pedro Ruiz (el civil), decidieron actuar. Sabían que si no lo hacían, Ponce corría un grave riesgo.
Gabriel, sin pensarlo dos veces, corrió a uno de los camiones y tomó un hacha nueva. Se la entregó a un bombero cubierto de hollín.
—Señor, use esta. Está en mejor condición que la que tiene en su mano —dijo—. Por favor, cuídense ustedes también.
El bombero le agradeció y regresó al combate. Por horas, los bomberos pelearon contra el fuego con valentía y determinación. Cuando todo parecía perdido, lograron controlarlo. Horas más tarde, la última llama se extinguió.
Cuando los militares llegaron, sus rostros reflejaban enojo en vez de gratitud.
—No debieron desobedecer las órdenes —dijo un oficial—. Probablemente ya no serán bomberos después de un juicio.
Los niños, furiosos, querían intervenir.
—¡Pero ellos salvaron la ciudad! —protestó Paco.
Don Arcadio los detuvo con calma.
—Chicos, ya casi debemos regresar al vórtice temporal. Pero escuchen bien: estos hombres no serán juzgados. La gente del pueblo los declarará héroes. Todo saldrá bien. Ponce nunca olvidará lo que hicieron.
La tensión desapareció. Los bomberos, agotados pero orgullosos, sabían que habían hecho lo correcto. Años después, el pueblo les levantaría un monumento en honor a su valentía.
Don Arcadio sacó su reloj y miró la hora.
—Es momento de regresar.
Los niños observaron una última vez el lugar donde se había librado la batalla contra el fuego. Sabían que nunca olvidarían esta noche.
La historia no solo se aprende en los libros. A veces, se vive en carne propia.
Mientras el grupo se preparaba para regresar al vórtice temporal, don Arcadio observó a Frances, quien aún tenía una expresión pensativa. Sonrió levemente antes de hablar.
—Frances, ¿recuerdas tu pregunta sobre el Parque de Bombas? —dijo, mientras guardaba su reloj de bolsillo—. En nuestro tiempo, es un museo dedicado a la valentía de estos bomberos.
Los niños se miraron con sorpresa. En ese momento, solo veían una estación llena de actividad, con hombres agotados pero orgullosos de haber salvado su ciudad.
—¿Un museo? —preguntó Gabriel— ¿Lo conservaron así después de esta noche?
Don Arcadio asintió con tranquilidad.
—Sí, porque la gente nunca olvidó lo que hicieron. Cada vez que alguien pasa por aquí, recuerda el sacrificio y la determinación de estos hombres. Por eso, los colores negro y rojo se han mantenido en el edificio.
Se giró hacia el Parque de Bombas, ahora iluminado por la luz de las farolas.
—El rojo simboliza el fuego y la fortaleza. Representa la lucha, la valentía y el riesgo que asumieron los bomberos de Ponce aquella noche. Y el negro, por otro lado, representa la noche, la prudencia y la modestia. Es un recordatorio de que el heroísmo no siempre busca reconocimiento, sino que se hace por el deber y el amor a su pueblo.
Los niños observaban el edificio con renovada admiración. Ahora, aquellos colores no solo adornaban el lugar, sino que guardaban un significado profundo.
Don Arcadio miró su reloj una última vez.
—Es hora de regresar.
Los niños dieron una última mirada a los bomberos, a la gente reunida en la plaza y al Parque de Bombas, que ahora comprendían mejor. Sin decir más, siguieron a don Arcadio, listos para viajar de regreso. La historia de esa noche permanecería con ellos para siempre.
De repente, el aire volvió a vibrar. Un resplandor dorado y azul rodeó a Paco, Frances y Gabriel. El vórtice comenzó a abrirse, distorsionando los sonidos a su alrededor. Era el momento de partir.
Mientras la energía del portal los envolvía, los niños dieron una última mirada al Parque de Bombas, a los bomberos y al pueblo que habían defendido con valentía. Supieron en ese instante que esta era otra historia que recordarían por el resto de sus vidas.
En un destello desaparecieron, viajando nuevamente a su propio tiempo. La historia viviría en ellos para siempre.